¿Sortear o no sortear?

Esta es la cuestión. Así, visto desde fuera, los poco avispados piensan que cuando el dueño de coto invita debe sortear los puestos a ocupar en la montería. Después de todo, ¿no son todos sus amigos? Hoy vamos a dar una muestra de cómo puede resultar un sorteo cuando un dueño de coto deja a la suerte la colocación de sus invitados. Así sale la cosa:

Puesto 12 de la armada del Barranco. Par el tío Romualdo, general de caballería, retirado en 1983. Si el tío Romualdo le echa lo que le tiene que echar para bajar hasta el fondo, de allí hay que sacarlo a hombros.

El 8 de la traviesa de Los Calabozos. Ese que está en la curva del carril, desde el que no se ve ni a contar. Ahí va don Paco, el director del banco que tiene que renovar la póliza de crédito que está vencida desde el martes de la semana pasada.

El 7 de la traviesa del Limón. Ahí mismo, al lado de la casa. Donde la señora marquesa cobró los siete venados. Le toca a un electricista cuñado del novio de la niña del guarda, al que invitaron a última hora porque sobraban dos puestos.

Puesto 11 de La Cumbre, el último del repecho grande, el que acaba ya junto a las buitreras. Es un puesto donde ni los más viejos del lugar recuerdan que se tirase un venado. Lo saca, con mucho arte, don Rafael Picospardos, inspector de Hacienda que tiene que hacer dentro de unos días una revisión de su empresa al dueño del coto. Al mentado dueño, cuando don Rafael le pregunta qué tal es el puesto, se le pone un hermoso color verde oliva pálido.

Bromas aparte, hay que recordar que la historia de la montería es muy larga. Y siempre los dueños de las manchas han colocado a  dedo. Los chavales jóvenes y fuertes al río, por esas veredas que más bien son descolgaderos de reses. Los monteros que por su edad o consideración lo merecen, a los puestos de mejores resultados. Los sacuhigos con los que se quiere cumplir, a las traviesas para que, cuando fallen, las reses sean aprovechadas en los cierres. Y los buenos rifles, los que sujetan, a cerrar la mancha.

A través de muchas generaciones, la sabiduría montera ha colocado a los monteros. Sin dejar nada al azar. Por algo será.

(Córdoba, Noviembre de 1996.)

 

Cien cochinos, cien

El domingo recordaba yo cuando monteábamos Los Conventos allá por los primeros setenta. Los pudientes, con caballerías. Los demás, en el cochecito de San Fernando, unos ratos a pie y otros andando. Aquello no tenía carriles, ni tiraderos. Se llenaba la mancha de escopetas como se podía, se soltaba, y que fuera lo que Dios quisiera. Y, claro, matábamos poco.

Y, luego, el agua. Era como una maldición allí. Siempre diluviaba. Y la odisea de salir, de prisa, de prisa, que se cortaban los arroyos. Un calvario, lo que yo les diga.

Pues, ahora, tan ricamente. La gente se pone en coches, los puestos tienen penchenfrente unos claritales que dan gusto, y a las cuatro todo el mundo está alrededor de las habichuelas.

Se soltó al tope y yo, que estaba en mitad del lío, en la huida a Navallana, puedo asegurar que se monteó divinamente, con orden y despacio. Luego, las rehalas deshicieron su camino para rematar cada mano donde había soltado. Se peinó. Y, claro, con aquellos apretales llenos de cochinos, la gente se tiznaba.

A mí me regaló la suerte el espectáculo de un cochino aguantando en mitad de una lentisca. Se lio un perro a dar de parada. Ladraba, se arrimaba y salía corriendo. Y vuelta otra vez. Luego fueron llegando más perros. Y jay, jay. De vez en cuando salía uno por los aires. Hasta que se arrancó. Pero no para mí, sino para el fondo del barranco.

No sé si se tiraría ni si, si le cumplío a alguien, se cobró. Se llegó hasta mí Julio Sojo, que guiaba unas rehalas. Tampoco había visto si lo habían matado.  Así quedaba el lance para el misterio y el cochino, a lo mejor, perdido por mucho tiempo por aquellos espesinales.

Este año he felicitado más de una vez a José Miguel Sánchez por sus éxitos, pero es que está haciendo una cosa muy difícil, que es dar con los marranos casi siempre. Entre los veintitantos de la víspera en Las Aceras, lo de manolo Navas, y los ¡ochenta y uno! de Los Conventos, se cobraron más de cien en el fin de semana. Ahí queda eso.

 

(Córdoba,  1997.)

Perros, perreros y guías

oteroAntonio Sanz asomó al barranco y echó voces.

-Tú. El de la solana. Párate, hombre, no pases el arroyo y sigue para la carretera, que te estás dejando ahí una rehoya muy buena.

El otro no lo oía y más voces.

-Faliiiiii… Dile a ése que siga para abajo, para la carretera. Y tú, el de la cañada, resúbete un poco para la umbría, que ahí es donde puede haber un cochino. No, no por el arroyo. Para arriba. Eso es. Sigue por ahí, que vas bien. Era como dirigir una orquesta de ladridos, voces y caracolas. A mí, que se monteaba bien la umbría me venía de perlas porque estaba puesto en la huida necesaria de la hoya de Torreárboles a los barrancos de Valdegrillos.

Pues todavía estaban los perreros en la falda de aquel fortísimo apretal, cuando se puso a dar de parada un perrete canela a mis mismos pies. Señalaba al marrano en una cornicabra que sobresalía entre aquel monte tan trabado de madroñas, carrascas y lentiscos. Y jau-jua, jau-jau, y el cochino haciéndole cara y aguantando. Fueron llegando perros y, por fin, se arromolinó el monte y, con un tronchadero que parecía que se llevaba por delante las matas, se arrancó el bicho.

Pero me dejó con el molde. Porque, en vez de subir como hacen siempre que corren a su amor, se desbarró por el arroyo, tapado, sin que yo lo viese ni un segundo. Pasó la cañada, repechó ya muy lejos, y el puesto que había en las piedras altas le echó un tiro al cruzar el espinazo de piedra que hay por allí. Siguió el marrano su corrida con un colón de perros a su alcance y se perdió, ahora sí, hacia los altos.

A mis espaldas, se escuchaba el vocear de Julio Sojo guiando las rehalas por los barrancos de Valdegrillos. Y, por la armada de La higuera, por Los naranjos, no dejaban de tirar. Decía Julio

-Sí, señor, así se mata. Qué calzones más bien cortados te ha puesto El Buitre, Rafael.

Yo no tiré. Pero me di por satisfecho con ver como Antonio Sanz bordada la mancha y con la faena del perrete. Fue uno de esos días en los que uno conoce a fondo la finca, la gente y los perros. Y en los que los propios organizadores guían las rehalas. Eso es montera de artesanía.

 

(«Córdoba», 1996.)

Algo más que matar

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Hace ya muchos años, subimos por ahí, por Villaviciosa, a echar un pegullón de monte porque parecía que podía tener unos marranillos. Llevábamos los perros de José Miguel Sánchez y, además de algún amiguete que ahora no recuerdo, venían Fernanda, mis hijos y Pepe Sánchez Cabrera, el padre de José Miguel. El dueño de la finca nos tenía preparadas unas migas con torreznos y, mientras acabábamos con ellas,  fuimos estudiando el manchón y las posturas. En cuanto acabamos las migas rompió a llover.

A Pepe, como andaba ya bastante delanterillo, lo pusimos en el paso más cómodo y los demás armamos aquello como Dios nos dio a entender. Soltamos tarde porque no había carriles y porque, tras las migas y las chicuelas de aguardiente, tuvimos que ponernos a pie.

Soltó Joselón y allí no se escuchaba un jay. Parecía que los cochinos nos habían hecho la pirula. Hasta que, al cabo de una buena media hora, cuando ya tenían casi rematada los perros la rehoyita, empezó un mastín a llamar. Aquello era tan chico que todos lo escuchábamos. Y más perros. Y el lío. Un zambombazo del trabuco y el cochino, por fin, desbarrado derecho, derecho, al paso de un rehalero amigo que estaba en el arroyo y cuyo nombre no quiero recordar.

Se oía el tronchadero que llevaba el marrano para abajo y todos esperábamos con ansia oir tirar. Y pam, pam, pam… Luego, más espaciado, otro intento. Y la ladra larga, corrida, que se perdió por la solana de detrás del paso al que se había ajustado el bicho. Ea, pues a criar, que se dice.

En la casa, arrimados a la lumbre, tras repartirNos los filetes empanados y las tortillas de patatas, desmenuzamos los acontecimientos.

Que podíamos haber hecho mejor, cuántos pinos podríamos sembrar en los boquetes que había dejado en el suelo el cambón que había tirado, adónde habría ido, en busca de más tranquilos encames, el verraco. Después cada uno narró sus recuerdos de casos parecidos y planeamos nuevas aventuras. De regreso a Córdoba, regateando por las curvas de Cerro Muriano, Pepe Sánchez, que venía a mi lado, dijo con los ojos medio entornados por el cansancio:

-Bueno, pues hemos echado un día graciosillo.

Aquella frase de Pepe, ya desgraciadamente desaparecido, ha quedado en mi casa como muletilla tras esos días malos de agua, viento y frío en los que, además, no sale un hopo de la mancha. Y es que simboliza todo lo que existe alrededor de la montería que nos hace seguir viviéndola, sea como sea, a pesar de los pesares.

 

(Trofeo, Julio de 1996.)

Yo no se…

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Yo no sé que tejemanejes se traerá Dios Padre para tener la sierra tan bonita en mitad de esta sequía. Será que aquellas cuatro gotas que nos las trajo en el momento justo. O que los relentes dan los jugos necesarios para las yerbas. El caso es que, cuando uno espera ver hechos yesca los cerrejones de Hornachuelos, Dios se las ha ingeniado para mantenerlos en todo su esplendor.

Las flores de la jara, temblequeantes, anuncian la primavera por los laderos. Y, en los bajos, los chupamieles y las margaritas alegran la vista. Como si tal cosa. Como siempre. A saber qué trastoleteos de aguas escondidas o savias ahorradas tiene la tierra para defenderse en estos tiempos tan duros y volver a florecer en marzo.

Para ir al Retamar, a pasar el día con mi hermano Eduardo y los suyos, me subí por Montealto y las Mezquetillas hasta el embalse del Retortillo. Contemplaba la sierra con ese sosiego, con esa forma de lejanía con que los cazadores curioseamos el monte cuando ya está echada la veda. Cuando se ha producido en nosotros esa extraña transformación que nos lleva de tratar por todos los medios de ponernos a tiro de las reses a contemplarlas con una ternura casi franciscana. Ese es uno de tantos misterios de la caza imposible de explicar a quien no sienta esta pasión.

De todas formas, no hay que vencer tentaciones porque no se ven reses. Los venados, por ahí andarán en lo más hondo de estos umbriones con sus cabezas desmochadas. Y las marranas, con sus rastras o su preñez, al frescor de los encames, en cualquier zarzalón de los arroyos, esperando el amparo de la noche para sus interminables careos.

Para el montero es el de la veda tiempo de nostalgia y reflexión. De repaso a lo mejor de la temporada que se ha ido, que lo malo se va arrinconando en los desvanes de la memoria. Este año, por aquí por las sierras de Córdoba, las grandes alegrías han venido dadas por los cochinos. Monterías ha habido de cobrar cerca del ciento. La Porrá, El Rincón Bajo, La Peña… Manchas a las que malamente se le había venido sacando doce o catorce reses, se le han matado treinta o cuarenta gracias a cómo han proliferado los marranos. Una bendición porque, lo mismo que el conejo fue para la escopeta la cacería del pobre, el marrano ha venido a ser la satisfacción que le queda al montero modesto. Qué nos lo respeten muchos años las enfermedades y que el hombre no invente nada para retenerlo con mañas artificiales. Y si lo inventa, que no se lo permitan.

 (Trofeo, Mayo de 1993.)

Hornachuelos

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Hace unos meses, Enrique Valdenebro, aquel Conde de San Remy que fue rejoneador, ya saben, me dejó un bellísimo libro de firmas que quería iniciar en La Toba, su finca, para que le hiciese la embocadura. Envuelto por un dibujo en el que un cochino corría entre el monte, escribí este breve poemilla:

 

La Jara,

la madroñera,

el lentisco,

la dureza y el frescor.

Las carrascas y alcornoques.

Hondas umbrías sin voz.

Los quejigos,

los chaparros.

El cochino es un asombra,

un vislumbre,

un trasluzón.

Noble sierra de Hornachuelos

áspera, bronca, cerril.

Sus casas hospitalarias

y su gente señoril.

Fuentelavirgen,

El Aguila,

Torralba,

Navaloscorchos,

El Asiento.

Y, entre todas,

recoleta y primorosa,

como una dama,

La Toba

 

Ahora, al pedirme Ignacio Ñudi que dedique mi rincón a Hornachuelos, me parecen esos versos una buena prueba de amor por la más bella zona que soñarse pueda para montear a la española.

Quienes sólo hayan monteado en grandes cerrejones armados a lo largo de interminables cortafuegos, desconocen los afables alcornocales, vestidos de monte de cabeza, de estas benditas sierras. Aquí se ponen las escopetas a lo largo de las cañadas, buscando los ajustes en los horcajos, colgándose de balconcillo sobre los arroyones para poder tirar penchengrente.. ¡Ay, esos puestos en los que se domina el monte por el que los marranos llevan su portantillo seguidete, creyéndose arropados por las matas!.

Las reses de Hornachuelos fueron conservadas por los dueños de cotos imponiendo normas, como la prohibición de matar ciervas, mucho antes de que se le ocurriese a los legisladores. O levantando las escopetas en plena montería para evitar matar demasiado. Y eso, antes de que alguien tuviese la nefasta idea de hacer la primera cerca.

En esa zona, regateada por el Bembézar, el bellísimo río con nombre de resonancias africanas, del que Marquina dijo que era como una idea de Dios arando la inmensidad, no hay dos fincas que se parezcan.

Todas tienen su personalidad. San Calixto, con su viejo monasterio; Mezquetillas, que guardan los recuerdos de todos los Calvo de León, de la escapada montera de Don Alfonso XII en 1883; El Rincón Bajo de Juan García Liñán, que allí se hizo novio en 1910 y conserva la finca monteándola en el mismo puesto; y Las Aljabaras, La Mata, El Aguila, La Baja, Las Umbrías de Santa María, Mosqueros, Las Altas… Sólo estos nombres ya huelen a monte, a reses, a tradición. A monterías de siempre, donde cada cual sabe exactamente lo que tiene que hacer y donde cada cosa esta precisamente donde tiene que estar.

Ahora Hornachuelos es parque natural. Dios quiera que sus rectores usesn bien de sus recién adquiridas facultades. Porque esta zona ha llegado hasta hoy todo su esplendor gracias a una sabia conjunción de naturaleza y cultura. Una vieja cultura equilibrada entre dueños, monteros, guardas, arrentines, furtivos y civiles. Sin que la Administración haya tenido que poner, para nada, su mano pecadora en esta hermosa obra de Dios y sus criaturas.

 

(Trofeo, Julio de 1993.)

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Todos los cazadores reconocemos al cochino una especial capacidad para cogernos la vez. Hagan memoria de las ocasiones en que lo esperábamos en aquel clarillo y se echó al regajo. O de tantos lances en los que escuchando el monte, con ese charabasqueo suave y esperanzador, se hizo el silencio y el marrano, poco después, pegó el torniscazo porque nos había sacado por el aire. Estos y muchos indicios más nos han llevado a mitificar los instintos del cochino hasta concederle una especie de superior magín, compuesto de astucia y desconfianza, para defenderse de nuestras añagazas, inteligencia que iría en aumento con los años hasta llegar a ser casi diabólica en los viejos machos. Todo esto es lo que los hace más difíciles de matar que las reses, más noblejonas ellas.

Yo también lo creía así y, en mi primera juventud, decía aquello de:

-Claro, aquí no había cochinos buenos porque se habrán salido al armar, escuchando las voces y relinchos de las caballerías.

O aquello otro:

-Hay que ver, el bicharraco. Iba zorreando andando hacia la montería, buscando por el aire el hueco para pasearse.

O:

-Venía rompiendo el monte y, al llegar a la monda se paró. Bueno, pues tenía ya el rifle bajado cuando saltó casi sin poner las patas en lo claro. Estos marranos viejos saben latín.

Y no, señor. Yo estoy en que, desde que el cochino es cochino, se han organizado a través de las generaciones sus genes para hacer esas cosas. Porque en hacerlas bien les va la vida. En su cerebro se amontonan los instintos y actúan en consecuencia. Pero desde que nacen. Recuerdo un día en que un amigo me colocó en una torreta que había levantado para tirar en medio de la jara o sobre un estrecho cortafuegos que tenía a los pies. Pues, muy avanzada la montería, escuché un ruidillo muy leve y gruñir bajito. Venía un rayón chiquitillo, que húmedo estaría aún de las pares de la madre. Bueno, pues llegó corriendo al borde del monte, se paró a escuchar y a cargarse de vientos con los pelillos tiesos, y arrancó como un cohete. Ni el más curtido verraco lo hubiera hecho mejor.

Otro sí digo. El sábado pasado tuve un puesto de los soñados. De pulpitillo sobre un arroyón con un testero enfrente con jara clarilla por la que un marrano podía costearse tranquilo, por sentirse arropado, mientras yo lo estaba dominando. A izquierda y derecha, un carril para tirar al cruce. Pero me habían monteado aquello ya y las rehalas habían volcado dejando la mancha en silencio.

Todos los monteros viejos sabemos que, cuando pasan los perros, hay que aguantar atentos porque los marranos, después de defenderse como pueden, suelen desmancharse al quedar todo en silencio. Conque en esas estaba cuando vi un trasluzón en el jaral pero, como no se movía el monte, creí que podía ser un juanico  o alguna otra alimaña. Lo que fuera se venía rebajando… Y por fin, aparecieron. Eran dos marranetes que no llegarían a una arrobilla. Con las rayas en los lomos venían, uno por los pasos del otro, chanteadetes, graciosísimos. Bajaron al arroyo por lo más sucio y los escuché gatear para mí. Tengo yo la costumbre de registrar los descolgaderos próximos al puesto para evitar que las reses me sorprendan, y pensé

-¿A que me rompen por lo más tomado?

Y así fue. Cruzaron lo limpio que escarbaban con las pezuñillas. Como dos maestros. Como si llevaran una docena de monterías sobre los lomos. Y hermanados se perdieron en el monte. Por ahí andarán, dando trompadas y buscando bellota. Y la verdad es que entre los primalones que me entren el año que viene, si es que Dios darme salud y vida para seguir monteando, no me gustaría que estuviesen estos dos. A lo mejor, de tanto pensar en los cochinos, he acabado tomándoles cariño. O será que los años nos inclinan más a la ternura. Y es que voy siendo delanterillo.

(Trofeo, Abril de 1993.)

Perros pintados

xxx-agarre-1993Pepe Sánchez Cabrera, mi viejo amigo, viejo ya, ¡ay!, por donde se mire, que pasa bastante de los ochenta, ha sido uno de los cazadores más ansioso de Córdoba. Bueno, lo es, gracias a Dios, aunque muy mermado ya de facultades.

Con Pepín Molina, Fernández Valderrama y Juanito Lozano formó un grupo, allá por los años catapún, al que los cordobeses llamaron la FAI, que rastreaba la provincia en busca de las voladas de las tórtolas, desconejaba, monteaba y hacía a todo lo que fuese cazar.

Competía con el grupo que capitaneaba Matías García y, entre todos, pegaban más tiros que los afiliados a la belicosa federación anarquista de la que tomó el mote.

Pues tenía Pepe Sánchez un pachón buenísimo y muy dócil cuya especialidad era el cobro de zorzales.

Pero tenía un defecto, el único, y era el ser remendado, con lo que los zorzales se le desviaban a Pepe de su derechura en cuanto mandaba al pachón a cobrar. Conque, tan asfixia como era, no se le ocurrió mejor remedio para el caso que coger una lata de pintura verde, de esa de las puertas de los cortijos, y darle una mano al animalito.

El pobre perro se quedó muy embotijado lamiéndose y mirándose. Luego se le fue cayendo el pelo a rodales y, por fin, alcachofa.

De esto hace muchísimos años. Pero hoy recuerdo siempre el sucedido cuando se pontifica sobre la Caza, así, con mayúscula. Y se analiza al cazador o, casi, se le psicoanaliza. Y se le dan consejos imperativos sobre lo que debe y lo que no debe hacer.

Se nos va a examinar a ver si distinguimos un arrendajo de un mohino. Y, los que se hallan en posesión de las verdades ecológicas trascendentales nos miran así, sosquinos, como si fuésemos los responsables del agujero en la capa de ozono ese.

A tanto llega la cosa que un amigo mío que ha hecho un libro sobre caza confiesa que ha maquillado las narraciones de agarres, cobros y rastreos porque le han aconsejado quitar sangre. Parece que la gente anda muy sensibilizada. Pues mira que bien.

Con esto de la escopeta ha pasado como con la misa. Antes del Concilio se iba a misa porque sí. Luego empezamos a preguntarnos por qué íbamos. Cuando yo era chico, y no tan chico, se cazaba porque sí. Y a mis veinticinco años, cuando había matado -hay quien dice que se debe decir cobrado, para quitar hierro- más de la mitad de las perdices y conejos de mi vida, nunca había hablado con nadie sobre caza. Ni había oído hablar.

Pero hoy las cosas se están torciendo, con tanto ecologismo, tanta filosofía y tanta chominada. Conque los cazadores de verdad, los viscerales, los que llevamos carga genética de matadores, tendremos que ir pensando en pintarnos de verde para hacernos perdonar. Lo malo es que, de aquí a nada, la caza, alcachofa.

(Trofeo, Septiembre de 1993.)

Educación

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A veces, cuando veo los comportamientos de algún que otro montero, recuerdo las reprensiones de mi niñez, aquel código no escrito lleno de pequeñas prohibiciones y mandatos. Algunos preceptos tenían explicación, pero la mayoría de ellos sólo se justificaba con una fras



e sagrada, tajante e incontrovertible.

– Eso no se hace porque es una falta de educación.

Ahí quedaba todo. Y Sanseacabó no tiene vigila. Pero es que, además, como en aquellos mis tiempos infantiles las técnicas pedagógicas habían evolucionado poco, si te desmondabas te daban un sopapo que fijaba reciamente la norma en tu memoria, quitándote las ganas de reincidir.

Todo lo que se calificaba como falta de educación molestaba a los demás. Por ética o por estética. Así, evitando cometerlas, acababas convirtiéndote en una persona aceptable y bien acogida que es lo que se trataba de conseguir. La cosa era bien sencilla, lo que pasaba es que hacía falta un maestro bueno y paciente, ya que se tardaba años en desbravar al neófilo.

Bueno. Pues, muchas veces, sufriendo en el campo las impertinencias, malas maneras, feroz egoísmo o tunantería de muchos monteros no tengo más remedio que acordarme de sus padres. O, por mejor decir, echarlos de menos.

Cuando uno ha tenido un padre cazador y tan educado en el campo como en la mesa o en la calle, ha ido aprendiente desde chico todos y cada uno de los pequeños detalles que hacen deliciosa la convivencia con los demás. El manejo de las armas sin inquietar a los compañeros, guardar la mano cazando en ala, no tirar reses que van a cumplir a los pies del vecino, ser cortés con los perreros alabando sus perros cuando lo merezcan, anteponer el gozo de la caza bien jugada a la ambición por el número de piezas o el trofeo… Tener el orgullo de haber sido iniciado por un padre conocedor de las artes de caza y caballeroso en el campo es buena compañía para el alma de un cazador. Y un bálsamo cuando, como es mi caso, el viejo maestro desapareció.

Que a Miguel Delibes le hayan dado el Premio Cervantes no tiene mayor importancia. Si acaso para el premio, que toma prestigio. Pero, se quiera o no, la noticia lo lleva a uno a reflexionar. Y a mí me ha hecho pensar en la multitud de cazadores españoles que, sin un padre aficionado que los forme, han podido beber buenas maneras en las narraciones de Delibes. Aprender a andar por el campo de la mano de este maestro es todo un regalo de lujo que las letras españolas hacen al cazador que quiera portarse bien. Un regalo como el que tuvieron sus hijos desde la cuna al campo. Y que va a quedar ahí para siempre, para las generaciones de cazadores venideras.

Papeles

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La gente de escopeta tenemos que tentarnos la ropa cuando de papeles se trata. Porque, a ver, que levante la mano el que esté seguro de tenerlos todos. A mí me parece que ahora estoy en paz y gracias a Dios. Por tener, tengo hasta la factura de haber comprado una caja fuerte espantosa donde reposan los restos de mi vieja lavativa y todos los cerrojos. Por fin le encontré sitio detrás de una puerta y ahí está defendiendo de los chorizos las armas en su veraniego abandono.

Y es que es menester ver la cantidad de papeles que produce esto de la escopeta. Deben ser los tics residuales de una época. O esa manía de considerar al cazador como un delincuente en potencia por el sólo hecho de portar un arma.

¿Quiere usted cazar? Apunte. Certificado de antecedentes penales porque, para empezar, hay que darle patada a la presunción de inocencia. Certificado médico. Esto es nuevo, creado hace pocos años para enfollonar un poco más la cosa. Licencia para escopeta. Licencia para rifle. Guías de las armas. Licencia de caza. (Ojo, si usted es inquietillo y un poco nómada, diecisiete. Una por cada autonomía). Y para dejar algún arma a su hijo, autorización escrita. Pero renovada, porque la consideran caducada a los diez días.

Y algo se me estará olvidando porque, cuando un guardia civil pide la documentación, a uno siempre se le coge un pellizquito por ahí dentro. No hay manera de andar seguro. ¿Y los dueños de coto?

Más papeles. Guías de las rehalas, permisos variados, licencia sanitaria… Señor, qué cruz.

Por los últimos sesenta, tuvo un disgustillo en su montería Lucas Prado, que daba La Adelfilla. La Guardia Civil necesitaba un papel más y por poco tiene que suspender. Al año siguiente, el hombre estaba forrado. Tenía papeles hasta en el cielo de la boca. Y como, después de todo, tenía cierta amistad con él, le dijo muy ufano en la junta al comandante de puesto:

-Ea, sargento, a ver si este año falta algún papelito.

Y el otro

-No provoque usted, Don Lucas, que a lo mejor falta algo.

-Venga, pida usted por esa boca.

-¿Dónde está la pólvora para los trabucos?

Lucas se quedó un poco desconcertado.

-Ahí, en ese coche. ¿Y eso qué tiene que ver?

-No, nada. Era por si, por casualidad, se le hubiera olvidado a usted sacar la guía para transporte de explosivos.

-Hombre, verá usted, eso…

-No, Don Lucas, déjelo, si no se la voy a pedir. Pero, si la tuviera, tenga usted en cuenta que el coche que trae la pólvora tendría que llevar banderitas coloradas, como es preceptivo. Y no las veo.

Así que, con los guardias, a callar, que nunca se sabe. Quizá, lo mejor es no encontrárselos nunca, como mi amigo Nevero que anda siempre de furtivo y lleva menos papeles que una liebre.

(Revista Trofeo, 9 de septiembre 1995)