El último lobo

Salvador vive ahora en un piso igual a los otros del número dieciocho del tercer bloque gris de una avenida con nombre parecido a las demás del Polígono de la Fuensanta. Vaya por Dios. Atrás quedaron los espacios abiertos y los hermosos cielos de su sierra. Pero las cosas son como son y los chiquillos crecieron y hubo que arrimarlos a la escuela. A todo tiene uno que hacerse. Tiene sesenta y siete años y algunos achaques. Aunque todavía maneja bien la escopeta, que lo que se pierde en las facultades puede suplirse con sabiduría.

– Aunque me esté mal el decirlo fui de los mejores. Me enseñó mi padre, que era un aficionado y entendía bien el campo. Era muy bueno con la chilla, con la hoja de chaparro, ya sabe usted. Horas podía estar chillando y le salía muy limpio. De chicos, mi hermano era mejor escopeta que yo que era muy nervioso. Pero después me di cuenta de que había que dejar correr un poco a los bichos y ya les daba. Y, además, es que yo he estado muy usado en eso de tirar.

Su mujer me ha traído una copita de anís. Salvador no bebe y toma el café descafeinado. Qué le vamos a hacer. Los años. Desde un rincón, un viejo búho nos vigila con una perdiz entre las garras. Es un recuerdo de su defensa de los gazapos y pájaros. De cuando guardaba Navalagrulla.

Ojos lobo Mariano Aguayo

Cordobés
– Yo soy de Córdoba. En la calle de Almanzor nací y me bautizaron en la Mezquita. Primero anduve por Trassierra y luego me llevaron a Navalagrulla, de guarda.

– ¿Cómo se explica, Salvador, que se aquerenciase un lobo por aquí tan cerca?

– Porque un granadino tenía arrendados los pastos de Navalagrulla, Las Pitas y La Alcaldía y tenía muchísimas ovejas. Todos los días le quitaba el lobo una o dos al pastor. Y el pastor, que era un hombre que defendía al ganado que parecía que lo había parido una oveja, sufría mucho con aquello. Y una noche le entró en la majada y le mató más de cincuenta. A mí también me quitó un par de cegajas de la misma casa. Con que yo andaba viendo cómo conseguía que el lobo se me pusiese de cien metros para acá. Así que le dije al pastor que arrease la piara sola por el borde del monte, aguas arriba del arroyo, como para la Crin del Caballo, a ver si les metía mano el lobo. Y el tío no quería por defender sus ovejas. Lo que yo le dije. ¿Pues no te las quita todos los días de todas formas?

-¿Y así lo hizo?

– Así lo hizo. Y yo me amagué por delante en el monte. Y vi cómo, conforme venían, pegaron un torniscazo las ovejas, pero no puede ver al bicho hasta que estuvo muy lejos, que lo vi que llevaba un cordero de días. Luego nos percatamos que había degollado, de unsa tabalada que le tiró, una oveja, que se le salía el aire al animalito por un lado del pescuezo.

Me cuenta su estrategia sin demasiada preocupación por describirme el terreno porque me sabe conocedor de la finca, que tantas veces cacé con él. Las ovejas andaban por la parte baja de Navalagrulla, la que linda con La Campiñuela, que está limpia, con tierra calma y olivares.

– Lo que yo quería es que el pastor arrimase al monte la piara, a ver si el lobo se destapaba, como así fue. Después del primer fracaso, llevó el ganado careando por una medio mondilla que yo había hecho para las escopetas y yo iba al loro, al loro del ganado, aplastándome de vez en cuando. De pronto vi que una oveja, vieja no vaya usted a creer, se quedaba quietecita como temblando y daba con las manos porrazos en la tierra como hacen las ciervas cuando desconfían. Y, para que se vea lo tonta que es una oveja, se iba por el monte derecha al lobo. Porque yo me había dado cuenta de que era el lobo, que estaba allí mismo, cerquita de mí, en el jaral. Me puse en pie mirando para donde iba la oveja y me veo al lobo y él a mí. Le tiré al pegar el espetonazo. Si sería rápido el bicho que piqué con él de frente y luego tenía el tiro en el costado.

Los ojos de Salvador, ahora ayudados por gruesos cristales, brillan con el recuerdo.

– Allá que fue para el regajo tronchando jaras. Luego lo vi que quería repechar, pero se costeó y volvió como a desbarrarse para abajo otra vez. Me di cuenta de que iba muerto. Le eché voces al pastor que al tiro se había asomado a un puntalillo por si lo vía salirse. Y no lo vió. Conque cogí sus rastros y allí estaba. Se lo dije al pastor y venía que se mataba arrollando monte. Y ya ve usted lo que esa gente de las ovejas odia al lobo. Cuando lo vió en el suelo muerto se lió a garrotazos que, lo que yo le dije, hombre, que le vas a quitar la vista.

Salvador se ríe como si todavía estuviese viendo al pastor ensañándose con el lobo.

– Luego nos fuimos a Córdoba y paseamos por todas partes el lobo. Los periodistas nos hicieron fotografías y nos seguían los chiquillos. El Sindicato de Ganadería me dio un premio que me arreglaron, de mil pesetas. Y los vecinos de los alrededores me fueron dando propinas, que encabezó Don Ángel Castillo con doscientas pesetas. Pero, para mí, lo más grande, el triunfo, fue haber sido capaz de haberme puesto a tiro del lobo.
Del último lobo que se aquerenció cerca de Córdoba.