(José María Ortega a prólogo en, 2010, “Tirando al monte”)
Jaén es una ciudad afable, sosegada, acogedora, en la que uno no percibe la presión de la prisa; donde no parece sino que la primera obligación de sus gentes sea atenderte; donde las horas cunden y las conversaciones se remansan. Una ciudad empapada de tradiciones sencillas en la que existe la calle Salsipuedes, en la que una de sus más viejas tabernas tiene una puerta para entrar y otra para salir y en la que al Nazareno más venerado llaman confianzuda y cariñosamente El Abuelo. Mientras no crezca mucho más, Jaén es una delicia.
Mis relaciones con Jaén han sido siempre felices. Allá por marzo de 1990, que veinte años no son nada, organizó Perico Medina una Semana de la Caza amparada en la Real Sociedad Económica de Amigos del País, que dirigía entonces Ezequiel Calatayud, y patrocinada por Cervezas el Alcázar por ocurrencia de su director comercial Domingo Moreno. Pues, además de charlas de Alfonso de Urquijo, de Mariano Benavente, de Fernando Jurado y mía, me organizaron una exposición. Qué cariño no pondrían, que en la entrada, en canastas artesanales, habían colocado grandes brazadas de lentisco, romero, madroño… El entusiasmo de Fernanda, mi mujer, fue tan explícito que aquellos cestos de mimbre acabaron en Torreárboles. Como para olvidarnos de aquellos amigos.
Ya en tiempos recientes volví a gozar de la hospitalidad de la buena gente de Jaén cuando, en Iberzaca 2009, Pedro Lillo, Alfonso Moraleda y los demás Monteros de Tradición -¡qué grupo!- me invitaron a presentar allí uno de mis libros.
Por todo esto, cuando José María Ortega me pidió un prólogo para sus relatos, ni dudé en complacerlo siendo, como es, un cazador fuertemente enraizado en la más pura afición jiennense. Yo había leído o, por mejor decir, visto con la ligereza con que miramos las publicaciones digitales, algunos de esos relatos en su blog, el que da título a este libro. Y nunca me saltó a la vista una de esas frases, que a uno le resultan estridentes por cuanto delatan al cazador esnob dispuesto a escribir. Pero, cuando me envió los originales de sus narraciones, pude comprobar que, a más de tener buenos planteamientos caceros y opiniones muy puestas en razón, José María Ortega escribe muy bien. Tiene el sentido del ritmo y la medida y cuenta sus sucedidos con fluidez.
En algo estoy en desacuerdo con este buen narrador. Y es cuando, al final del primer relato, tras tenernos con el alma en vilo, agarrotados en lo alto de un chaparro, rematada la aventura, afirma: Da igual que la escribas o no la escribas. Da igual que alguien la lea, que la entienda o no la entienda; y la desprecie o te la robe…, porque es tuya. ¿Cómo que da igual? Más de una vez he dicho que aún está rodando un cochino y ya está uno pensando en cómo le va a contar el lance a los amigos. ¿Qué da igual? ¿Entonces qué es lo que te ha puesto a ti a escribir? Ya, ya entiendo que es esa una figura literaria. Pero es lo cierto que a ese afán irreprimible de narrar los lances debemos los mejores pasajes de nuestra literatura venatoria.
Leyendo a José María Ortega nos convertimos en ese acompañante importuno que mira por encima de nuestro hombro cuando nos encaramos el rifle con la res a punto de saltar. Ese testigo que va a evitar que, en la junta de la tarde, pongamos el cochino más lejos de lo que estaba, que restemos tiros a nuestros lances. Vamos a espiar sus emociones, sus gozos y sus fracasos; bregaremos en el monte y gozaremos las migas o ese gin-tónic que, ya por las tardes, nos va a hacer más llevadero confesar las sacuhigadas.
Cuenta Ortega sus lances tan apasionadamente que, a veces, olvida que está escribiendo para ese confuso mundo exterior que son los lectores y narra como para sus íntimos, para conocedores de su circunstancia. Pero lo que en principio pudiera ser un inconveniente se convierte, por obra y gracia de la palabra, en una fuerte dosis de verismo y emoción.
El lenguaje de José María Ortega es rico, muy apegado a su tierra, salpicado de vocablos autóctonos que fluyen con naturalidad, sin causar esa desagradable sensación de haber sido colocados por el gusto de hacer ver que se conocen. Y sin el recurso del entrecomillado o las cursivas que, se quiera o no, devalúan su inserción, los hacen vergonzantes, como si por el hecho de no haberlos registrado la Academia fuesen cultura de segunda.
En Tirando al monte la variedad de asuntos hace amena la lectura, ya que lo mismo estás entumecido en la rama de un chaparro en un aguardo, que con el corazón golpeándote bajo las mandíbulas mientras esperas que rompa un marrano, que jugándote la vida por salvar un perro, que del bracete con don Benito Pérez Galdós en mitad de la batalla de Bailén.
Que, a pesar del vendaval que nos arrasa de opiniones contrarias a la caza, un montero vierta sobre el papel con desparpajo, sin ñoños pudores ni justificaciones conservacionistas, su pasión venatoria es algo muy de agradecer por los amantes del campo. Y más aún si lo hace con la buena prosa, amenidad y donosura de José María Ortega.
Os abro de par en par las páginas de este libro para que, a través de ellas, lo paséis tan bien como lo he pasado yo.