Tardamos mucho en ponernos porque el camino hasta el doce de la traviesa del Moral estaba cortado por el agua. Por fin, llegué al puesto, volví el coche para dejarlo ya cara a la vuelta, y lo arrimé al corte del camino para que no me estorbara. Abrí el portaequipajes y me quedé mirando el fondo absolutamente desnortado. Porque allí no estaban los rifles. Se había quedado atrás, en la casa de Los Rasos, donde habíamos pasado la noche. Fernanda, mi mujer, me miraba sin acabárselo de creer. Pero no era una broma, no.
Volver a por las armas era atravesar la finca contra todos los coches que me iba a encontrar de cara, cruzándome en los carriles con las furgonetas de los perros, molestando a todo el mundo. Conque hice lo que me pareció más razonable para aprovechar el puesto. En el de al lado estaba Joaquín Soto con su hijo, así que me fui a ellos y les dije que se viniese uno conmigo.
Quiso Joaquín dejarme su rifle pero no lo consentí y nos quedamos de espectadores. Temprano aún, nos entró un marrano al que le jugó muy buen lance y, a continuación, me dejó el rifle que, ya, acepté gustoso por si se presenta otra oportunidad. Pero nada más aportó por allí. Eso sí, que lo pasamos divinamente, viendo montear todas aquellas caras, corriendo los perros reses por todas partes, oyendo tirar al once de la traviesa que se estaba tiznando.
La tarde en la casa de Los Rasos es de lo mejor de su montería. Por sus dueños, que hacen de la hospitalidad una segunda naturaleza. Por sus amigos que, como siempre pasa, suelen ser imagen y semejanza de sus anfitriones. Pero aquella tarde, mire usted por dónde, se demostró lo gregaria que es la humanidad porque todas aquellas personas, de ordinario tan afables, se transformaron en un turbamulta de mariquitas y cabroncetes en cuanto se enteraron de mi sacuhigada.
Cada cual decía su gracia. Lucilo, que yo debía ir cogiendo práctica en esto de montear para que no me pasasen cosas de principiante y que lo debía poner en el Córdoba. Antonio Navajas dijo de todo, en exquisitos alardes de imaginación, y que lo debía poner en el Córdoba. Luis González Junguito, que llegó el último porque había matado un verraco magnífico dijo enseguida que lo debía poner en el Córdoba. Antonio Aguilar aseguró que, si yo no lo ponía en el Córdoba, el escribía una carta al director contándolo. Todos estaban encantados con mi patinazo. Manolito Ríos, Manolo Martínez Barragán y, por supuesto, Rafael del Río.
-Eso lo tiene usted que poner en el Córdoba pero, desde luego, lo que usted se merece es que lo pelemos.
Y llegó un momento en que viendo lo divertida que estaba toda aquella partida de ocurrentes, tuve clarísimo que me podían pelar. Sobre todo cuando alguien dijo:
-¡Amarrarlo!
La madre que los parió. Yo creo que me escapé porque conseguí, sin oponer resistencia, convencerlos de que me importaba un pimiento que me pelasen.
Las mujeres, menos agresivas (¿será machismo escribir esto?), miraban encantadas. Elisa, Yayo e Isabel del Río y sus amigas. Maripi González de Canales y la mismísima anfitriona se quedaron un poco desilusionadas cuando la tormenta amainó. Y me pareció que a Fernanda no le hubiera importado nada que me raparan en justo castigo por haberla dejado sin rifle.
Nos había respetado el agua y, ya con la tarde cayendo, nos fuimos a ver las reses. Además del buen cochino de Luis, otros dos grandes y hasta veinticuatro más y algunos venados estaban allí patas arriba. Cuando ya sólo quedábamos un grupillo, apareció Paquito Merino.
-Mira, Mariano, lo que me han dado para ti. Lo puedes echar a la guantera del coche, por si otro día te pasa lo mismo.
Y me entregó un magnífico tirachinas. Luego se fue ya hacia su coche para regresar a Córdoba. Pero, antes de abrir la portezuela, volvió sobres sus pasos.
-Ah, se me olvidaba. Que no vayas a dejar de poner esto en el Córdoba.
Nunca he tenido tan claro que narrando algo pueda quedar bien con tanta gente.
«Córdoba», 3 de enero de 1997